por : Fabio Salas Zúñiga.
Un nuevo disco de Francesca Ancarola siempre genera expectativas puesto que esta artista siempre ha sabido marcar una nota de distinción musical con sus anteriores trabajos amalgamando una peculiar mixtura de trova, jazz, blues y música latina en una entrega que siempre ha destacado por su profesionalismo y el notorio cuidado de su artesanía.
Al parecer, con este disco Francesca ha ido encontrando un cauce cada vez más propio y más definido en su identidad musical. A las consabidas y privilegiadas condiciones vocales que ella sabe manifestar, Francesca ha alcanzado un nivel de madurez en la composición que bien puede ser un reflejo del título del álbum. Templanza, dominio, equilibrio. Algo muy cercano a la soberanía total sobre las propias facultades creativas que se traduce en un conjunto de canciones que son delicados mensajes sobre los afectos y atributos emocionales que los seres humanos llevamos en nuestra constitución y que nos define como tales. Luego, se deslizan mensajes sobre la pasión, el abandono, la amistad, la cercanía y la intimidad que lucen un delicado y sutil nivel de expresividad.
Son canciones que nunca se desbordan ni se consumen en una combustión dramática, no hay angustia ni desesperado ruego a pesar del lirismo textual de algunos versos.
A cambio de ello estos temas nos proponen un elaborado juego de detalles sonoros trabajados con mucha orfebrería. Unos timbres que sorprenden con su elegancia y su precisión auditiva, líneas melódicas que ya se pueden establecer como muy propias del registro vocal de esta artista, grabadas con una limpieza notable como también un repertorio de ritmos que se deslizan entre la música brasilera y afroperuana en lo que sea tal vez el disco más cosmopolita y moderno, por temperamento y no por tecnología o usos de electrónicas, de todos los que Francesca ha producido hasta ahora.
Para lograr este pulimento, nuestra artista se rodeó de une envidiable serie de colaboradores y acompañantes donde destacan, entre muchos, los aportes de Claudio Rubio en los saxos, Federico Dannemann en guitarras, Carlos Aguirre en el piano, Carlos Cortés en batería, Rodrigo Galarce en bajo, Toño Restucci en mandolina (autor de uno de los tracks) y varios otros maestros encargados de las bases rítmicas, teclados, cuerdas y percusiones del disco.
El sonido del álbum recuerda por su cuidada producción y su pulcritud, las grabaciones que el sello alemán ECM registrara en la década de los ochenta y que remite tanto a referentes latinos como Pedro Aznar o Susana Baca, o bien a jazzistas como Jan Garbarek, un saxofonista que siempre ha sido un referente a la hora de actualizar influencias contemporáneas, o a artistas como la argentina Liliana Herrero, a quien no en vano está dedicada la canción que da título a la obra, compuesta por la artista brasilera Léa Freire, en lo que resulta una hermosa conjunción de ideas y sensibilidades. También hay que mencionar la coautoría de uno de los temas junto a Simón Schriever, con lo que queda a la vista que Francesca es una compositora que además sabe escribir o colaborar con otros compositores cuando las ideas fluyen con generosidad y si es la música lo que importa.
Una mención especial para la versión de un tema del maestro uruguayo Hugo Fattoruso, donde Ancarola sostiene un hermoso trabajo vocal en medio de una textura rítmica suave pero sincopada, tan característica de la obra de estos maestros orientales.
Un disco reposado y cristalino, tal vez reflejo del momento espiritual que Francesca Ancarola nos ofrece como reflejo de las inquietudes y búsquedas de una creadora que ya ha llegado a buen puerto en la prosecución de la madurez y la total jurisdicción de su arte.